viernes, 23 de marzo de 2007

Punto de apoyo

Últimamente, mientras voy en colectivo al centro de la ciudad (la línea 17 es la que habitualmente utilizo) espero que suba algún inspector para comprobar, o en este caso, reafirmar un cierto comportamiento que éstos tienen. Un comportamiento, digámoslo así, algo perturbador. Generalmente los inspectores son hombres de unos cuarenta a cincuenta años (aunque los he visto un poco más jóvenes). Están formalmente vestidos. Camisa blanca, pantalón de vestir gris, corbatita, la infaltable lapicera y/o bolígrafo, la pinza mutiladora de boletos, una presencia y carácter apacibles. En fin, estos señores suben al micro, saludan al chofer y para empezar a escribir en la típica planilla de viaje, se apoyan de costado en el caño o fierro que está enclavado detrás del asiento del chofer y que va del piso hasta el techo. Primeramente, se recuestan con el hombro en dicho caño, luego, sutilmente, avanzan un poco, hasta afirmarse con el omóplato y la pantorrilla. Terminan su anotación (esto no les lleva mucho tiempo) y conversan con el chofer. Continúan acomodándose sobre la barra pero ahora es la nalga izquierda es la que quiere afirmarse. Quizá sea por el vaivén del vehículo, los baches, las frenadas, los semáforos, o un enigmático motivo lo que hace que tímidamente, los inspectores prosiguen su marcha por el caño hasta ubicar la raya divisoria de las dos colinas justo allí. La barra metálica bifurca las nalgas y el pantalón de vestir las acentúa. Vaya a saber qué goce experimentan, qué fantasía asocian, que deseo inalcanzable atesoran o rememoran en esta posición. Yo entretanto disfruto.

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