jueves, 29 de marzo de 2007

Deseo enfermizo

Cafe de la esquina de Crisóstomo Álvarez y Salta. Jueves y llovizna una vez más. En verdad es una estación de servicios. Pido un té con leche, solo. Me llama la atención el hombre gordo sentado afuera a cinco metros de mi mesa. Está fumando (por eso está afuera, aqui está prohibido fumar dentro de cualquier lugar cerrado) y lo hace de forma constante. Lee el diario. Lo primero que se me viene a la cabeza son dos cosas. La primera, su cuerpo y mi deseo. La segunda, su salud. El cuerpo desmesurado de este señor gordito (quiero calificarlo al menos cariñosamente) me atrae de una forma insospechada (creo que nadie de la docena de personas que estaban en ese momento en el café hubiese desconfiado que yo, un delgaducho de treinta y pico de años sienta una atracción sexual hacia un hombre obeso de unos 45 años). Su panza firme, sus piernas como columnas, sus manos gruesamente viriles (especialmente la mano que sostine el cigarrillo), su cabello entrecano prolijamente peinado, su boca diminuta, serena, dulce al succionar el cigarro. Sin embargo, yo, otro hombre he hallado en él un deseo (homosexual, si no quedó claro) tan fuerte como para intentar un acercamiento. Aqui choco con las reglas del mundo. Un señor no puede de ninguna manera desear a otro señor. No, no, de ninguna manera. Me quedo observandolo.
En lo segundo que pienso es su salud. Con ese sobrepeso y la cantidad de cigarrillos que pudo haber consumido durante ese día, lo hubieran dejado con la presión un poco alta. Aqui me surge este malestar. Deseo a hombres enfermos. Ya es de dominio público que cualquier obeso es un enfermo. Las etiquetas del mundo hacen su entrada. Los flacos son los sanos, los gordos, son los enfermos. Deseo hombres enfermos. Y yo que tomo pastillas para calmar mis ansiedades, ¿qué soy?
Termino mi té con leche; él ya se ha marchado.

miércoles, 28 de marzo de 2007

El barbero II

Hoy le permití que me rasurara con la navaja. Algo realmente inpensado en mí, pues tengo un temor casi patológico a las navajas. No sé si le dejaré que lo vuelva a hacer la proxima vez que me afeite. La hoja arrasó la parte baja de mis patillas y los vellos de mi nuca. Él tiene un cuerpo que me lastima. Irradia deseo. Él es un hombre del cual deseo saber cómo besa, qué sabor de lengua tiene en sus besos. Sigo saboreando su respiración. Me ha preguntado algo y le negué. Aún llevo la angustia que surge cuando me despido del barbero. Hasta que crezca mi barba y vuelva a él. Me siento devastado.

martes, 27 de marzo de 2007

Mar de gente

Detesto la pata coja en las mesas de café. Aquí estoy tambaleando con mi taza de té, el murmullo del televisor sobre mi cabeza, un mozo picando hielo y yo soportando un cuerpo de deseo a dos mesas de mi.
Miro las gentes desde la vidriera y no me cansaría en observarlas por horas, por días, casi eternamente. Tengo este alma de espectador, de vouyer.

lunes, 26 de marzo de 2007

Nadie dice "te amo"

Hoy tengo las uñas del mundo sangrandome los ojos. He tenido miedo, pánico a esta falta de alas al mundo. La gente me pareció distante. ¿Acaso ya no hay fantasía? ¿Acaso las reglas del mundo tienen sus pies sobre mi? He visto morir un perro en una esquina. Un manojo de carne sobre la vereda. Hoy a caído una llovizna sombría. Tucumán es una ciudad con un nudo en la garganta. ¿Estaré en el mismo lugar?. Alguien se muda dentro de dos meses. ¿Será el mismo lugar en otra parte? Hoy he deseado que ese alguien me diga "te amo", aunque no crea en esa frase. Pero solo he imaginado que me lo decía. Lo imaginé en el colectivo, camino a casa, después de una hora en la parada de la esquina donde un perro ha muerto atropellado por un camión. No he visto su sangre. Caigo aquí, con estas palabras.

viernes, 23 de marzo de 2007

Punto de apoyo

Últimamente, mientras voy en colectivo al centro de la ciudad (la línea 17 es la que habitualmente utilizo) espero que suba algún inspector para comprobar, o en este caso, reafirmar un cierto comportamiento que éstos tienen. Un comportamiento, digámoslo así, algo perturbador. Generalmente los inspectores son hombres de unos cuarenta a cincuenta años (aunque los he visto un poco más jóvenes). Están formalmente vestidos. Camisa blanca, pantalón de vestir gris, corbatita, la infaltable lapicera y/o bolígrafo, la pinza mutiladora de boletos, una presencia y carácter apacibles. En fin, estos señores suben al micro, saludan al chofer y para empezar a escribir en la típica planilla de viaje, se apoyan de costado en el caño o fierro que está enclavado detrás del asiento del chofer y que va del piso hasta el techo. Primeramente, se recuestan con el hombro en dicho caño, luego, sutilmente, avanzan un poco, hasta afirmarse con el omóplato y la pantorrilla. Terminan su anotación (esto no les lleva mucho tiempo) y conversan con el chofer. Continúan acomodándose sobre la barra pero ahora es la nalga izquierda es la que quiere afirmarse. Quizá sea por el vaivén del vehículo, los baches, las frenadas, los semáforos, o un enigmático motivo lo que hace que tímidamente, los inspectores prosiguen su marcha por el caño hasta ubicar la raya divisoria de las dos colinas justo allí. La barra metálica bifurca las nalgas y el pantalón de vestir las acentúa. Vaya a saber qué goce experimentan, qué fantasía asocian, que deseo inalcanzable atesoran o rememoran en esta posición. Yo entretanto disfruto.

miércoles, 21 de marzo de 2007

El barbero


Me siento. Cuando el barbero me coloca el delantal, antes de afeitarme, siento su panza presionando mi nuca. Su vientre macizo como un beso seco, pesado. Escucho su respiración. Las palmas de sus manos se deslizan sobre mis hombros acomodando el delantal. Manos de plomo. Respira. Yo no hablo, no quiero conversar. Quiero la incomodidad del silencio. Quiero el sonido de su respiración. Ignoro si él siente la incomodidad de mi mudez. No me importa. Alzo el mentón. Su panza nuevamente. Ahora sobre mi hombro derecho. Es el contacto intenso. La presión de su cuerpo en mi cuerpo. La presión de la afeitadora en mi mentón. Me pregunta algo. ¿Por qué me pregunta si yo no puedo hablar mientras me afeita? Miro sus ojos desde el espejo. Ojos de un hombre maduro. Han pasado los cuarenta. El espejo es mi cómplice. Admiro desde el reflejo su panza prominente en contacto con mi hombro. Cerrá los ojitos me dice cuando la afeitadora ataca mi bigote. No digo nada. No soy cortés con él. Deja la afeitadora y se hace de unas tijeras para cortar los pelillos de mi nariz. Ahora lo tengo frente a mi. Sus ojos directos hacia mi cara. Yo no puedo. Le miro el bolsillo de su camisa de mangas cortas. Su barriga quiere saltar sobre mi. Es inútil, no levanto la mirada, sé que me esperan sus ojos. Es un miedo dulce, sabroso. El aroma de su camisa, los botones soportando ese cuerpo relleno. Nuevamente el monólogo de su respiración. El erotismo más sanguíneo me abarca por completo. Tengo un deseo horrendo de poseerlo. Pero esta imposibilidad me desgarra. Me hace extraordinariamente feliz.

Denso

Penetró.
Se supo profundo, lleno en sangre

Ancho, incontenible

Su panza pesando
impulso, pulso hinchado

apenas sudor,
vellos, vellos poblando los cuerpos

la carne sofocando
el goce acoplado
listo para el derrame
la desembocadura

El vientre rotundo




Lezama Lima
Vientre rotundo.
Besan tus labios el habano.
La saliva en tus dedos.
Tu voz, un rumor de tormenta
José Lezama Lima,
déjame poseerte en tus páginas.


lunes, 19 de marzo de 2007

Número vacío

Ayer ingresé a una página en Internet en la que uno puede realizarse un test para detectar si uno padece de depresión. Al pie del mismo reza una aclaración: "este test no reviste carácter de diagnostico". Si el puntaje del test es mayor a 8 aconseja ver a un psicólogo o psiquiatra. Yo obtuve un 15. No me alarmé, solo sentí un profundo vacío.